Get weekly updates with our Newsletter 📮

Infidelidad con la vecina de 20 años

Ana se va tres días. Lucía, la vecina de 20 años, llama a la puerta con una toalla y una sonrisa que quema. Lo que empieza como una mirada desde el balcón termina en la cama matrimonial, entre gemidos, sudor y semen derramado donde nunca debió llegar. Un verano entero de infidelidad sucia y sin frenos.

calender-image
December 2, 2025
clock-image

El sol de media tarde se filtraba por las persianas entreabiertas del salón de Marcos, tiñendo de oro viejo las baldosas y el polvo que flotaba lento en el aire. Afuera, en el patio común del edificio, se oía el chapoteo constante de alguien nadando en la piscina comunitaria. Era un sonido que llevaba semanas volviéndolo loco, porque sabía exactamente quién estaba allí: Lucía, la hija de los vecinos del quinto, veinte años recién cumplidos, piel morena de playa y un cuerpo que parecía diseñado para romper matrimonios.

Marcos tenía cuarenta y dos, casado desde hacía quince con Ana, una mujer correcta, cariñosa y absolutamente predecible. Hacía meses que no follaban con ganas; el sexo se había convertido en un trámite rápido los sábados por la noche, con la luz apagada y el silencio de quien cumple un deber. Pero desde que Lucía volvió de la universidad para pasar el verano en casa de sus padres, algo se había roto dentro de él. Cada vez que la veía cruzar el patio con esos bikinis minúsculos, con el agua resbalando por sus tetas pequeñas y firmes, con ese culo redondo que se movía como si supiera que la estaban mirando, Marcos sentía que la polla se le ponía tan dura que dolía.

Esa tarde Ana estaba en una conferencia en Valencia hasta el domingo. La casa estaba vacía, silenciosa, cargada de una electricidad que él no sabía cómo descargar. Se sirvió un whisky con hielo y se acercó a la ventana. Allí estaba ella otra vez. Lucía salía de la piscina con lentitud deliberada, el agua chorreando por sus muslos, el tanga negro empapado marcando cada pliegue de su coño. Se detuvo justo debajo de su balcón, se retorció el pelo largo y negro, y alzó la vista.

Sus ojos se encontraron.

No fue una mirada casual. Fue una mirada que quemaba. Lucía sonrió apenas, una sonrisa lenta, sabiendo, y se mordió el labio inferior mientras se pasaba las manos por el vientre plano, bajando peligrosamente cerca del borde del tanga. Marcos sintió que se le secaba la boca. Ella sabía. Sabía perfectamente que él la miraba cada puta tarde como un perro en celo.

Entonces levantó la mano y lo saludó con dos dedos. Un gesto inocente para cualquiera que mirara desde fuera. Para él fue una invitación directa a pecar.

Minutos después sonó el timbre.

Marcos abrió la puerta con el corazón latiéndole en la garganta. Lucía estaba allí, envuelta en una toalla corta que apenas le cubría el culo, el pelo todavía chorreando, los pies descalzos. Olía a cloro, a verano, a piel caliente.

—Hola, vecino —dijo con esa voz ronca que tenía, como si siempre estuviera a punto de reírse de algo sucio—. ¿Tienes azúcar? Mi madre se ha quedado sin y está histérica.

Marcos la dejó pasar sin decir nada. Cerró la puerta. El clic del pestillo sonó como un disparo.

Lucía caminó delante de él por el pasillo, la toalla subiéndose con cada paso, dejando ver el comienzo de sus nalgas. Se paró en la cocina, se giró y se apoyó en la encimera, cruzando los brazos debajo de las tetas. La toalla se abrió un poco más. Un pezón oscuro asomó, duro, insolente.

—¿Seguro que solo quieres azúcar? —preguntó Marcos. Su voz salió más grave de lo que pretendía.

Lucía sonrió. Se desató la toalla despacio, sin prisa, dejando que cayera al suelo. Estaba completamente desnuda debajo. Su coño depilado brillaba todavía húmedo, los labios hinchados, rosados, perfectos. Se pasó un dedo por ellos con descaro, separándolos apenas, mostrando el clítoris que ya asomaba como una perla.

—Pensé que a lo mejor querías otra cosa —susurró—. Llevo semanas notando cómo me miras. Cómo se te pone dura solo de verme en bikini. ¿O me equivoco, casado?

Marcos dio un paso hacia ella. El olor de su piel lo golpeó como una droga: sal, sol, y algo más dulce, más íntimo. El olor de una mujer joven que sabe exactamente el poder que tiene.

—No te equivocas —dijo él, y su voz tembló de pura hambre.

Lucía se acercó despacio, descalza, hasta quedar a centímetros. No lo tocó todavía. Solo respiró cerca de su boca, dejando que él sintiera el calor que salía de su cuerpo. Sus tetas rozaron apenas el pecho de Marcos a través de la camiseta. Sus pezones eran dos puntos duros que se clavaban como agujas.

—¿Sabes lo que me hago pensando en ti? —susurró ella contra su oreja—. Me meto dos dedos en el coño y me imagino que es tu lengua. Me corro gritando tu nombre mientras mis padres duermen al lado. ¿Te gusta saber eso, Marcos? ¿Te gusta saber que una niñata de veinte años se toca pensando en la polla de un hombre casado?

Él gruñó. No pudo evitarlo. La agarró por la cintura y la pegó a él con violencia. Sintió su coño caliente contra la tela de sus pantalones, sintió cómo ella se frotaba despacio, marcando territorio.

—Joder, Lucía…

—Shhh —lo cortó ella, poniendo un dedo en sus labios—. Todavía no. Primero vas a mirarme. Solo mirarme.

Se apartó un paso y se sentó en la encimera de la cocina, abriendo las piernas de par en par. Su coño se abrió como una flor mojada, los labios brillantes, el agujero rosa contrayéndose ligeramente con cada respiración. Se pasó dos dedos por el clítoris, despacio, dibujando círculos lentos. Un hilo de jugo transparente se deslizó por su perineo y cayó al suelo.

—Mírame —ordenó—. Mira cómo me mojo para ti. Mira lo que me haces.

Marcos se quedó allí de pie, con la polla a punto de reventar los vaqueros, viendo cómo ella se masturbaba sin prisa. Los dedos de Lucía entraban y salían con un sonido húmedo obsceno, chluc, chluc, chluc. Cada vez que sacaba los dedos se los llevaba a la boca y los chupaba con ganas, saboreándose, mirándolo a los ojos.

—¿Quieres probar? —preguntó al fin, extendiendo los dedos brillantes hacia él.

Marcos se arrodilló sin pensarlo. Tomó su mano y lamió sus dedos como si fueran lo más delicioso del mundo. Sabían a sal, a sexo, a juventud prohibida. Lucía gimió cuando él succionó fuerte, cuando le mordió suavemente las yemas.

—Ahora tú —dijo ella, empujándolo hacia atrás—. Quiero verte la polla. Hace semanas que me muero por verla.

Marcos se bajó los pantalones con manos temblorosas. Su polla saltó libre, gruesa, venosa, la cabeza brillante de precum. Lucía se lamió los labios.

—Joder, qué grande —susurró—. Qué puta suerte tiene tu mujer… y qué mal la aprovecha.

Se bajó de la encimera y se arrodilló delante de él. No lo tocó todavía. Solo miró. Acercó la cara hasta que Marcos sintió su aliento caliente en la punta. Un goterón de precum cayó sobre la lengua que ella había sacado, juguetona.

—Qué rico —dijo, saboreándolo—. Salado. Me encanta.

Entonces, sin avisar, se metió toda la polla en la boca hasta la garganta.

Marcos gritó. Literalmente gritó. La boca de Lucía era caliente, húmeda, perfecta. Lo tragó entero sin arcadas, la nariz pegada a su pubis, la garganta contrayéndose alrededor de la cabeza. Empezó a mover la cabeza despacio, salivando abundante, dejando que babas espesas le cayeran por la barbilla y le mojaran las tetas.

—Joder, joder, joder —gemía Marcos, agarrándola del pelo.

Lucía se apartó un segundo, con hilos de saliva colgando de sus labios a la polla.

—¿Te gusta cómo te mamo la polla, casado? ¿Te gusta que una niñata te chupe mejor que tu mujer?

Volvió a tragarla entera, esta vez más rápido, haciendo gargantas profundas que sonaban a glug-glug-glug. Sus manos le masajeaban los huevos, los apretaban justo lo suficiente para que doliera de placer. Marcos sentía que se iba a correr ya, pero ella lo notó y se apartó, riendo.

—Todavía no. Primero te voy a comer el culo.

Lo empujó hacia el sofá del salón. Marcos se dejó caer, aturdido. Lucía lo giró boca abajo y le abrió las nalgas sin miramientos. Su lengua caliente y húmeda se posó directamente en su ano, lamiendo en círculos lentos, metiéndose dentro. Marcos nunca había sentido nada igual. Gritó contra el cojín mientras ella lo lamía como si fuera un helado, metiendo la lengua hasta el fondo, chupando, mordisqueando.

—Qué culo más rico tienes —gemía ella entre lamida y lamida—. Me voy a correr solo de comértelo.

Se masturbaba mientras lo hacía, los dedos entrando y saliendo de su coño con sonidos húmedos que llenaban la habitación. El olor a sexo era denso, animal. Sudor, saliva, jugos de coño, todo mezclado.

Después de minutos eternos lo giró de nuevo. Se subió encima de él, a horcajadas, pero sin meterla todavía. Solo frotó su coño empapado arriba y abajo por la polla de Marcos, cubriéndola de jugos, dejando que la cabeza rozara su entrada una y otra vez sin penetrar.

—¿La sientes? —susurraba, mirándolo a los ojos—. Sientes lo mojada que estoy por ti. Mi coño está chorreando. Me muero por sentirte dentro, pero todavía no. Primero vas a suplicar.

Marcos estaba al borde del colapso. Sus caderas se movían solas, buscando entrar, pero ella se apartaba siempre en el último segundo, riendo bajito.

—Suplica, casado. Dime lo que quieres.

—Te quiero follar —gruñó él—. Por favor, Lucía, métemela. Me muero.

—¿Más fuerte?

—Quiero reventarte el coño, joder. Quiero correrme dentro de ti hasta que te salga por las orejas.

Lucía sonrió como una diablesa. Se levantó un segundo, se colocó justo encima, y dejó que solo la punta entrara. Un centímetro. Dos. Su coño era tan estrecho que Marcos sintió que lo apretaban como un torno.

—Así —susurró ella, empezando a bajar muy despacio—. Centímetro a centímetro. Para que sientas cómo te como la polla con mi coño de veinte años.

Bajó del todo de golpe.

Los dos gritaron al mismo tiempo.

Empezó a moverse despacio, subiendo y bajando, sus tetas rebotando, el sonido húmedo de sus cuerpos chocando llenando el salón. Marcos la agarró del culo y la ayudó a moverse más fuerte, más rápido. Ella se inclinó hacia delante y le mordió el cuello, los hombros, los pezones.

—Fóllame más fuerte —gemía—. Rómpeme. Hazme sentir que soy tu puta.

Marcos la levantó en volandas sin sacarla y la estampó contra la pared. Empezó a follarla de pie, con violencia, sus huevos chocando contra el culo de ella con cada embestida. Lucía gritaba, se corría una y otra vez, sus jugos chorreando por las piernas de los dos, empapando el suelo.

—Dentro —suplicó ella al fin, clavándole las uñas en la espalda—. Córrete dentro. Quiero sentir tu leche caliente llenándome el coño.

Marcos se corrió con un rugido animal, bombeando chorro tras chorro dentro de ella, sintiendo cómo su semen la inundaba, cómo su coño lo ordeñaba hasta la última gota.

Siguieron follando durante horas. En el sofá, en el suelo, en la ducha. Ella se corrió en su boca tres veces más, él se corrió en sus tetas, en su cara, en su culo. Cuando al fin cayeron exhaustos en la cama de matrimonio —la cama que compartía con Ana—, Lucía se acurrucó contra su pecho, todavía con semen resbalando entre sus muslos.

—Mañana vendré otra vez —susurró contra su piel—. Y pasado. Todo el verano. Tu mujer no se enterará nunca.

Marcos la besó en la frente, sabiendo que estaba perdido.

Y que no le importaba lo más mínimo.

Blog Image
Blog Image
Subscribe our newsletter and Stay updated each week
Regular updates ensure that readers have access to fresh perspectives, making Poster a must-read.