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Social Issues

Adicto a mi cuñada

Durante años me follé a Marta, la mujer de mi hermano, cada vez que él salía de viaje.

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December 3, 2025
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No sé ni por dónde empezar. Llevo años guardando esto como si fuera un veneno que me quema por dentro, una culpa que al mismo tiempo me hace mojarme cada vez que lo recuerdo. Necesito soltarlo todo, palabra por palabra, porque si no reviento. Y si alguien lee esto y se escandaliza… que se joda. Esto es lo que soy cuando nadie mira.

Todo empezó hace tres veranos, en casa de mi cuñada Marta. Mi hermano estaba de viaje de trabajo y ella me pidió que la ayudara con la mudanza de unos muebles pesados. Yo tenía treinta y dos, ella treinta y cinco. Siempre habíamos tenido esa relación rara: bromas subidas de tono cuando bebíamos, miradas que duraban un segundo de más, roces que ninguno mencionaba después. Pero nada. Nunca nada.

Llegué un sábado a las once de la mañana. El calor era asfixiante. Marta abrió la puerta en shorts vaqueros cortados tan altos que se le veían las ingles bronceadas y una camiseta vieja de tirantes, sin sujetador. Los pezones se le marcaban como si gritaran. Me saludó con un abrazo demasiado largo, su pecho aplastándose contra el mío, el olor de su piel recién duchada mezclado con algo más dulce, como melocotón maduro. Sentí cómo se me ponía dura al instante, traicionera, contra su vientre. Ella lo notó. Estoy segura. Pero no dijo nada.

Empezamos a mover cajas. Sudábamos los dos. Ella se agachaba delante de mí para coger peso y el culo se le marcaba perfecto bajo la tela gastada, la costura del short metida entre los cachetes. Yo tragaba saliva como un idiota. En un momento, al pasar una estantería por el pasillo estrecho, nos quedamos encajados. Cuerpo contra cuerpo. Su espalda contra mi pecho. Mi polla, ya imposible de disimular, clavada justo en la ranura de su culo. Ella no se movió. Yo tampoco. Sentí su respiración acelerarse. Luego, muy despacio, empujó hacia atrás. Solo un centímetro. Pero suficiente para que la tela de mis vaqueros rozara su coño a través del short. Un gemido bajo, casi inaudible, salió de su garganta.

—Joder, Marta… —murmuré sin querer.

Ella giró la cabeza, el pelo pegado a la nuca por el sudor, y me miró por encima del hombro. Los ojos oscuros, brillantes.

—¿Qué pasa, cuñado? ¿Te molesta algo?

Y se rió. Una risa sucia, baja, que me puso la piel de gallina.

Seguimos trabajando. Pero ya no era lo mismo. Cada vez que nos cruzábamos, sus tetas rozaban mi brazo. Cada vez que me agachaba, ella se ponía detrás y sentía su aliento en la nuca. Hasta que no pudimos más.

Estábamos en el salón, moviendo el sofá. Ella se subió encima para guiarlo desde arriba. Yo debajo, empujando. De pronto se sentó a horcajadas sobre el respaldo, justo encima de mi cara. El short estaba tan sudado que se había vuelto casi transparente. Vi el contorno de sus labios, hinchados, el clítoris marcándose como un botoncito duro. Olía. Dios, cómo olía. A coño caliente, a deseo puro. Me quedé paralizado.

—¿Te gusta la vista? —susurró.

No contesté con palabras. Subí las manos despacio, agarré sus muslos por encima del short y apreté. Ella jadeó. Bajé los dedos hasta el borde de la tela, metí las yemas por debajo y toqué piel mojada. Estaba empapada. Chorreaba. Los labios mayores hinchados, resbaladizos. El clítoris palpitaba bajo mi pulgar cuando lo encontré.

—Quítamelo —ordenó con la voz ronca.

Me temblaban las manos. Le bajé el short despacio, centímetro a centímetro, viendo cómo el coño se iba revelando: depilado salvo una línea fina de vello negro, los labios menores oscuros y brillantes de flujo, el agujero contrayéndose como si me llamara. Cuando se lo saqué por los tobillos, se abrió de piernas encima del sofá, mostrándome todo. El olor me golpeó como un puñetazo. Dulce, salado, animal. Me agarró del pelo y me empujó la cara contra ella.

—Come, cabrón. Come a tu cuñada como el perro que eres.

Y lo hice.

Primero lamí despacio, de abajo arriba, recogiendo todo ese jugo espeso que le chorreaba por el perineo. Sabía a sexo puro, a mujer que lleva horas cachonda. Metí la lengua dentro, la follé con ella, sintiendo cómo las paredes se contraían alrededor. Ella gemía fuerte, sin importarle que los vecinos pudieran oír. Subí al clítoris, lo chupé suave, luego fuerte, lo mordisqueé. Le metí dos dedos de golpe y empecé a bombear mientras mamaba. Ella se retorcía, me apretaba la cabeza con los muslos, me ahogaba en su coño.

—No pares… joder, no pares… me voy a correr en tu puta boca…

Y se corrió. Un chorro caliente me salpicó la barbilla, la lengua, la nariz. Se convulsionó entera, gritando mi nombre mezclado con insultos. Yo seguí lamiendo, tragando todo, hasta que me empujó la cabeza hacia atrás, jadeando.

—Ahora tú.

Me bajó del sofá de un tirón. Me desabrochó el cinturón con dedos ansiosos, me sacó la polla hinchada, morada, con una gota gorda de precum en la punta. La miró como si fuera un trofeo.

—Mira qué verga tiene mi cuñadito… toda para mí…

Se arrodilló. Me lamió los huevos primero, los metió enteros en la boca, los succionó hasta que me dolieron de placer. Luego subió por el tronco, dejando un rastro de saliva brillante. Cuando llegó al glande, lo rodeó con los labios y bajó despacio, centímetro a centímetro, hasta que sentí su garganta cerrarse alrededor de mi polla. Se ahogó. Tosió. Pero no paró. Empezó a mamar como una posesa, la cabeza subiendo y bajando, los labios estirados, baba chorreándole por la barbilla. Yo la miraba, hipnotizado, viendo cómo mi polla desaparecía en esa boca que había besado a mi hermano miles de veces.

Le agarré el pelo y empecé a follarle la cara. Fuerte. Sin piedad. Los huevos le golpeaban la barbilla. Ella gemía con la boca llena, los ojos llorosos, mascara corrida. Me sacó la polla un segundo para escupir encima y volvérsela a tragar hasta la garganta.

—Quiero tu leche… dámela… córrete en la boca de tu cuñada puta…

No pude aguantar más. Me vacié dentro, chorro tras chorro, sintiendo cómo tragaba todo, cómo su garganta se movía alrededor de mi polla ordeñándome hasta la última gota. Cuando terminé, me limpió con la lengua, relamiéndose los labios como una gata.

Pensé que ahí acabaría. Que sería el pecado rápido y nos arrepentiríamos después.

Me equivoqué.

Marta se levantó, se quitó la camiseta. Sus tetas eran perfectas: grandes, firmes, pezones oscuros y duros. Se acercó, me empujó contra la pared y se restregó contra mí, mi polla semidura atrapada entre sus muslos empapados.

—Esto no ha hecho más que empezar —susurró contra mi boca—. Te voy a usar hasta que no puedas ni caminar.

Y durante las siguientes cinco horas, lo hizo.

Me llevó al dormitorio conyugal. La misma cama donde dormía con mi hermano. Me ató las manos al cabecero con sus medias. Se sentó en mi cara y se corrió tres veces más, ahogándome en sus jugos, restregándose hasta que me dejó la cara brillando de ella. Luego se puso a cuatro patas y me ordenó que le comiera el culo. Lo hice. Lamí ese agujero arrugado, metí la lengua dentro, saboreando su sabor más sucio mientras ella se tocaba el coño y gemía como una perra en celo.

Cuando ya no podía más de deseo, me desató. Me montó despacio, centímetro a centímetro, su coño tragándose mi polla como si estuviera hambriento. Estaba tan mojada que los sonidos eran obscenos: chap chap chap cada vez que subía y bajaba. Me apretaba con las paredes, me ordeñaba. Yo le agarraba las tetas, le retorcía los pezones hasta que gritaba.

—Eres mejor que tu hermano —jadeaba mientras cabalgaba—. Dime que mi coño es el mejor que has tenido…

—Eres una puta… joder, eres la mejor… te follaría todos los días…

Me dio la vuelta, se puso encima en reversa, y vi cómo mi polla entraba y salía de ese coño depilado, los labios aferrándose a mí cada vez que subía. Le metí un dedo en el culo mientras follábamos. Ella se volvió loca. Empezó a correrse sin parar, chorros que empapaban mis huevos, las sábanas, todo.

Al final me puso de rodillas, me abrió la boca y se masturbó encima de mi lengua hasta correrse otra vez, mirándome a los ojos mientras me llamaba sucio, incestuoso, adicto a su coño.

Y yo lo soy.

Desde entonces, cada vez que mi hermano se va de viaje, voy a su casa. O ella viene a la mía cuando mi mujer no está. Nos follamos como animales en cada rincón. En la cocina, en el coche, una vez hasta en el baño de mis suegros durante una comida familiar, con ella sentada en la tapa del váter y yo comiéndole el coño mientras oíamos las voces al otro lado de la puerta.

Nunca nos vamos a parar.

Y esta es mi confesión.

Soy el hombre que se folla a la mujer de su hermano.

Y no me arrepiento de ni una sola corrida dentro de ella.

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